domingo, 21 de octubre de 2012

Caos del hombre-animal o animal-hombre

La casa de Asterión

Por Jorge Luis Borges 
 

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, III,I

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)1 están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

FIN
 
(1. El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos.)

"Eres una bestia"



Hombre-animal, una dualidad no irreconciliable 


¿Los seres humanos somos en realidad una unidad? O nuestras características biológicas nos hacen dueños de una animalidad que la misma razón se encarga de esconder con gran pudor. Apoyando la segunda tesis, creería que nuestra animalidad es tan observable como nuestra constante insatisfacción.

Estuvo presente en el medioevo, cuando “la intimidad” era un término inexistente en la Europa del siglo XIV, la gente hacía sus necesidades públicamente, la higiene no era importante, y las relaciones sexuales podrían ser observadas por terceras personas sin que hubiese un asomo de vergüenza; pues el pudor y la pena no existían. Sólo con la popularización de los modales que se vivían en el interior de las cortes del rey (la cortesía), las transformaciones económicas, el surgimiento de nuevas clases socio-económicas (burguesía), y un sinnúmero de transformaciones estructurales en cuanto vivienda, educación y salud, la vieja y sucia Europa empezó a relucir para darle paso a la modernidad y el abandono de “el salvajismo” o “animalidad” que tanto los perturbaba. Pero esas añoranzas del animal herido por la historia e ignorado por la razón saldrían a relucir posteriormente, no está de más pensarse el por qué muchos autores europeos escribían apasionadamente sobre personajes de una complejidad psicológica abrumante, misántropos muchos, incapaces de vivir en sociedad y añorantes de un animal que llevaban en su interior que emergía ante la menor distracción.

Los latinoamericanos no estamos exentos de esa historia, desde el descubrimiento del “nuevo continente” hemos sido el producto de una occidentalización agresiva y penetrante. La naturalidad del indígena desprovisto de pena en su andar desnudo fue amenazante para el europeo que apenas estaba sumergiéndose al vasto mundo de la introspección. Con el pasar de los años fuimos víctimas de lo que Mikhail Bakhtin definiría como una “interpretación monológica del otro” en la cual el nivel de civilización de los nativos era comparado con el de los europeos, para finalmente ser rotulados como “salvajes” o pobres miserables carentes de gobierno, con necesidades de una religión monoteísta y un evangelio enseñado con látigo bajo una roja alfombra de sangre indígena. Pero bueno, pasando un poco esta tragedia que tanto ha marcado nuestra identidad de latinoamericanos, y volviendo al tema del hombre-animal, deseo resaltar que mi interés parte de una necesidad de reconocimiento de ese Yo animal que suplica salir de mis entrañas.

El amor como lo conocemos no es algo meramente humano, el raciocinio humano suele dañar muchas cosas, suele medir, suele discriminar, suele pensar, suele sufrir. El amor sólo puede vivirse a plenitud en la piel del animal; en la irracionalidad. El hombre-humano ama, pero también sufre, entrega, pero también guarda. El animal nos enseña a liberarnos de prejuicios, y amar instintivamente, como aman los animales. La necesidad del rose, de las caricias, los besos, la necesidad de proteger aquello que amamos, sólo podría ser placentero si el humano le permite a la irracionalidad que reine un poco en nuestro cuerpo y nuestros sentimientos. Es así como esa naturaleza animal es rescatada, sacada de la penumbra, para que nos proporcione placer. No sólo centrándonos en el terreno amoroso, también en muchas otras actividades diarias que pueden parecer innecesarias o hasta riesgosas, pero se remiten a esa necesaria sensación de satisfacción que experimentamos por instantes, las cuales, permiten que el humano le atribuya algún sentido a su existencia.