Hombre-animal,
una dualidad no irreconciliable
¿Los seres humanos somos en realidad una unidad? O nuestras
características biológicas nos hacen dueños de una animalidad que la misma
razón se encarga de esconder con gran pudor. Apoyando la segunda tesis, creería
que nuestra animalidad es tan observable como nuestra constante insatisfacción.
Estuvo presente en el medioevo, cuando “la intimidad” era un
término inexistente en la
Europa del siglo XIV, la gente hacía sus necesidades
públicamente, la higiene no era importante, y las relaciones sexuales podrían
ser observadas por terceras personas sin que hubiese un asomo de vergüenza;
pues el pudor y la pena no existían. Sólo con la popularización de los modales
que se vivían en el interior de las cortes del rey (la cortesía), las
transformaciones económicas, el surgimiento de nuevas clases socio-económicas
(burguesía), y un sinnúmero de transformaciones estructurales en cuanto
vivienda, educación y salud, la vieja y sucia Europa empezó a relucir para
darle paso a la modernidad y el abandono de “el salvajismo” o “animalidad” que
tanto los perturbaba. Pero esas añoranzas del animal herido por la historia e
ignorado por la razón saldrían a relucir posteriormente, no está de más
pensarse el por qué muchos autores europeos escribían apasionadamente sobre
personajes de una complejidad psicológica abrumante, misántropos muchos,
incapaces de vivir en sociedad y añorantes de un animal que llevaban en su
interior que emergía ante la menor distracción.
Los latinoamericanos no estamos exentos de esa historia,
desde el descubrimiento del “nuevo continente” hemos sido el producto de una
occidentalización agresiva y penetrante. La naturalidad del indígena
desprovisto de pena en su andar desnudo fue amenazante para el europeo que
apenas estaba sumergiéndose al vasto mundo de la introspección. Con el pasar de
los años fuimos víctimas de lo que Mikhail Bakhtin definiría como una
“interpretación monológica del otro” en la cual el nivel de civilización de los
nativos era comparado con el de los europeos, para finalmente ser rotulados
como “salvajes” o pobres miserables carentes de gobierno, con necesidades de
una religión monoteísta y un evangelio enseñado con látigo bajo una roja
alfombra de sangre indígena. Pero bueno, pasando un poco esta tragedia que
tanto ha marcado nuestra identidad de latinoamericanos, y volviendo al tema del
hombre-animal, deseo resaltar que mi interés parte de una necesidad de
reconocimiento de ese Yo animal que suplica salir de mis entrañas.
El amor como lo conocemos no es algo meramente humano, el
raciocinio humano suele dañar muchas cosas, suele medir, suele discriminar,
suele pensar, suele sufrir. El amor sólo puede vivirse a plenitud en la piel
del animal; en la irracionalidad. El hombre-humano ama, pero también sufre,
entrega, pero también guarda. El animal nos enseña a liberarnos de prejuicios,
y amar instintivamente, como aman los animales. La necesidad del rose, de las
caricias, los besos, la necesidad de proteger aquello que amamos, sólo podría ser
placentero si el humano le permite a la irracionalidad que reine un poco en
nuestro cuerpo y nuestros sentimientos. Es así como esa naturaleza animal es
rescatada, sacada de la penumbra, para que nos proporcione placer. No sólo
centrándonos en el terreno amoroso, también en muchas otras actividades diarias
que pueden parecer innecesarias o hasta riesgosas, pero se remiten a esa
necesaria sensación de satisfacción que experimentamos por instantes, las
cuales, permiten que el humano le atribuya algún sentido a su existencia.
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